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CORAZONES ENJAULADOS

Nunca se ha sabido qué hay tras la muerte. Solo algunas personas han creído pensar que lo sabían; varias anclando las almas de su final a los lugares que les despidieron y cantaron las canciones de los sueños para volver a despertar.
Nunca creí en ese final tan melancólico; hasta lograr mis sueños.
Desde que nací sentí que algo me unía a mi hospital, pues era allí donde lograba escuchar el sonido de mi corazón, alegre y ansioso por caminar por aquellos pasillos.
Desde niña me preguntaba qué era aquel sentimiento que giraba en torno a mí, pero por más que leyera y preguntara, no lograba más que los comentarios de la gente sobre mi “curiosa imaginación” o la preocupación de mis padres. Fue ahí cuando decidí qué quería ser.
Los años pasaron, busqué sin límites… y sin resultado, ningunos de esos libros eran capaces de explicarme qué era aquello. Aunque sí logre estudiar la carrera que me había propuesto; ya era cardióloga.
Cuando terminé de estudiar y hacer las prácticas, comencé a trabajar en diversos hospitales, pero ninguno de ellos era el que yo quería. Todos me parecían iguales: ajetreados, organizados… Eran geniales, pero no encontraba lo que yo buscaba; a todos les faltaba… sonido.
Tras años de búsqueda y aprendizaje, tomé una decisión: volver a estudiar una carrera. Quería estar en el hospital de mi antigua ciudad, pero como no tenía ninguna sala de cardiología, decidí estudiar para ser matrona; además, cuantas más especializaciones tuviera mi currículum, más fácil iba a ser comenzar a trabajar allí.
Pasados los años, tras mucho esfuerzo, trabajo y persistencia, llegó el día.
Ya había firmado el contrato y todo estaba resuelto. Iba a comenzar en urgencias.
Llevaba dos días en la ciudad, intentando organizar el nuevo piso que había alquilado. Mas me fue casi imposible, estaba deseando que llegara mi primer día y me carcomían los nervios.
A pesar de tener ya casi treinta y cinco años, parecía una niña de tan solo cinco años deseando ir al colegio para ver a sus amigos y aprender cosas nuevas. Aunque en este caso mi expectación no se producía por la gente.
Eran las siete de la tarde y, aprovechando que el pasillo estaba vacío, inspiré profundamente en un intento de relajación. No funcionó. Me sentía tan emocionada como cuando era una cría. Increíble y extrañamente agradecida.
Tras esperar sentada unos minutos en un banco que había junto a los despachos, llegó un hombre que se presentó como Carlos Zarco. Durante esa semana, él iba a enseñarme cómo se organizaban, donde estaban las diferentes salas y a presentarme a los enfermeros, enfermeras, doctoras y doctores con los que posiblemente iba a trabajar en un futuro.
Al tercer día, en el turno de noche ya pasadas las doce, Carlos me pidió que fuera a su despacho para que cogiera unos papeles sobre una paciente a la que habían operado una semana atrás y había llegado de urgencias.
Mientras caminaba por el pasillo entre las tenues luces escuché unos sonidos que creí reconocer como pasos. Justo cuando el sonido se hizo más fuerte, a tal modo que pensé que estaba a mi lado susurré:
- Hola.
No obtuve respuesta y cuando fui consciente de eso y me giré, no pude ver nada más que el color blanco y brillante de los azulejos.
No lo conté.
Días más tarde, ya terminado mi periodo de aprendizaje, llegó un doctor reconocido en el lugar: Pedro Lagos.
Era bastante mayor, casi a punto de jubilarse. Su pelo era de un color gris marfil y su expresión era muestra de bondad y sabiduría, completamente afable; o eso sentí.
Ya acabada mi jornada, entré a la habitación donde había dejado mis cosas. Encontré a mis compañeros hablando con el recién llegado doctor que también acababa de finalizar. Quise quedarme y escuchar su conversación sobre los infartos agudos de miocardios.
Descubrí así que el doctor Lagos, al igual que yo, era cardiólogo. Me quedé atónita ante aquello, pues tenía entendido que era traumatólogo.
Terminó la conversación y sin darme cuenta, me quedé allí mientras todos se iban. Fue ahí cuando el doctor miró en torno a mí dirección y se quedó sin palabras.
- ¿Siempre haces eso? -preguntó señalando hacia mi mano izquierda con la que estaba jugueteando con mi pendiente en mi oreja.
- ¿Lo de la oreja? Sí -respondí con reparo.
Se quedó compungido y tras mucho pensarlo decidí cambiar el tema.
- Doctor, le he oído mencionar que es cardiólogo…
- Sí, antes había una sala de cardiología, hasta que ocurrió… -fue bajando el tono de voz en las últimas palabras- cierta cosa.
- ¿Podría saber qué fue? -pregunté con suavidad y añadí rápidamente con cierto apuro – aunque si no, no pasa nada; no importa, doctor…
Él me sonrió y me corrigió.
- Llámame Pedro -suspiró-. Verás, antes sí había una sala de cardiología. Pero se cerró hace unos… treinta y cinco años. Yo estaba trabajando en el hospital desde hacía algún tiempo y había logrado cierto reconocimiento, pues a pesar de ser el único, con unos jóvenes en prácticas, la sala estaba estupendamente y la mayoría de las personas que habían entrado en aquella habitación habían salido con vida. Hasta que llegó una paciente que me resultaba conocida.
“Amanda había sido una chica que, en mi adolescencia, había sido una de mis mejores amigas, una de las que estaban en mi pandilla. La conocí un día en que, cruzando la calle un poco distraído, estuvo a punto de atropellarme un coche; ella lo vio desde lejos y, rápidamente, cruzó y me empujó. Me salvó la vida.”
“Siempre le estuve agradecido e hice todo lo que pude por ayudarla.”
“Se mudó a Francia y no la volví a ver. Hasta aquel momento.”
“Cuando la vi en aquella sala, le prometí que la salvaría y no lo dudó, pero yo sí. Sufría, aunque era joven, de insuficiencia cardíaca.”
Me sobresalté, ahora se puede curar, pero tenía constancia de que en aquellos tiempos era una enfermedad mortal.
“Pasaron los días y parecía mejorar. Me ilusioné, pero aquello duro poco. Dos semanas.”
Un minuto después continuó.
- Me sentí muy mal, no había logrado devolverle el favor. Pensé que ya no estaba hecho para eso, así que me fui y dejé la planta que un mes después cerraron. Volví a estudiar y ahora soy traumatólogo en la planta 4.
Terminó alicaído.
- Lo siento mucho…
Suspiró y levantó la cabeza fingiendo una falsa sonrisa.
-No pasa nada, ya hace muchos años. Lo he recordado por tu gesto, solo se lo había visto hacer a ella antes. Pero no dejes de hacerlo, me gusta recordarla, una gran persona. Siempre con un libro en la mano, quería ayudarme con mi investigación.
Sonreímos.
Hablamos por unos minutos más y se tuvo que ir. Fui consciente en ese momento de que, a pesar de no sentir nada, mi corazón latía, tan fuerte, que podía escucharlo. Se sentía agradecido.
Aquella fue la última; no volví a ver al doctor y no volví a sentir aquello. Pero sí que escucho por las noches la melodía de los latidos de quienes terminaron allí.
A veces me pregunto si allí, en aquel mismo hospital, morí para revivir y contar su historia, la de los corazones enjaulados que agradecen a quienes intentaron salvar sus vidas.
Amanda.